A veces, se habla de la llamarada de Carrington debido a que
este científico hacía unos bocetos de un grupo de manchas solares el jueves
primero de septiembre debido a la dimensión de las regiones oscuras, cuando, a
las 11:18, se dio cuenta de un intenso estallido de luz blanca que parecía
salir de dos puntos del grupo de manchas. Quiso compartir el espectáculo con
alguien pero no había nadie más en el observatorio. Diecisiete horas más tarde
una segunda oleada de auroras boreales convirtió la noche en día en toda Norte
América hasta Colombia. Algunos ejemplos ilustran la magnitud de este hecho: se
podía leer el periódico bajo la luz entre roja y verdosa de las auroras,
mientras que los mineros buscadores de oro de las Montañas Rocosas se
levantaron y desayunaron de madrugada, creyendo que el Sol salía detrás de una
cortina de nubes. A la sazón había muy pocos aparatos eléctricos, pero los
pocos que había dejaron de funcionar, por ejemplo, los sistemas telegráficos
dejaron de funcionar en Europa y Norte América.
Si la tormenta de Carrington no tuvo consecuencias brutales
fue debido a que nuestra civilización tecnológica todavía estaba en sus
inicios: si se diese hoy los satélites artificiales dejarían de funcionar, las
comunicaciones de radio se interrumpirían y los apagones eléctricos tendrían
proporciones continentales y los servicios quedarían interrumpidos durante
semanas. Según los registros obtenidos de las muestras de hielo una llamarada
solar de esta magnitud no se ha producido en los últimos 500 años, aunque se
producen tormentas solares relativamente fuertes cada cincuenta años, la última
el 13 de noviembre de 1960 (58 años).

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